EL PERDÓN EN EL
MATRIMONIO[1]
El matrimonio tiene una especial vinculación con el
sacramento de la reconciliación. Con frecuencia las situaciones matrimoniales
reflejan la conflictividad propia de toda relación humana y no es sorprendente
que en su seno se den las deficiencias y el pecado. A veces nos encontramos con
situaciones difíciles en la relación conyugal, sobre todo cuando se han estado
dando incomprensiones, ofensas y hasta infidelidades y traiciones que producen
daños irreparables y que escapan al control humano, al producirse heridas y
recuerdos difíciles de borrar. Cuando la convivencia queda malparada y casi
destruida, sólo puede ser restituida por el perdón. Amor y perdón son una misma
cosa; de hecho, el amor que Dios ofrece al hombre es, siempre y en primer
lugar, perdón, porque se dirige a una humanidad pecadora necesitada de
reconciliación. Si Dios se dona incondicionalmente al hombre, todo pecado es
una traición al amor de Dios, una especie de adulterio. Sin embargo, Dios no
reacciona con ira ni actúa movido por deseos de venganza, sino con el perdón.
PRIMERO,
MISERICORDIA
Pero para que pueda darse la reconstrucción de la
comunión perdida, es necesario la cooperación de dos voluntades: la de quien
concede el perdón y la acogida de parte del culpable, pues el rechazo del
perdón sólo conseguiría agravar la herida. El perdón consiste, en primer lugar,
en comprender que el mal que hay en el otro es manifestación de una enfermedad,
carencia y necesidad, lo que se traduce en compasión. Para ello es necesario
entrar en el interior del sufrimiento de la otra persona que, al no aceptarlo,
la lleva a hacer el mal. Viendo su miseria, en lugar de golpearla, es necesario
acogerla y meterla dentro de uno mismo, acariciarla y consolarla, tal como
haría una madre con su hijo enfermo. Esta es la actitud divina para con el
hombre al que introduce en el útero —que es la Iglesia— para gestarlo de nuevo.
Es el primer momento del perdón y del amor: la clemencia y la misericordia. Con
ello se busca el bien del otro, su corrección, nunca su castigo, lo que
comporta cargar con el peso del otro para aliviarle la carga, sufrir con él y,
a veces, a causa de él, como ocurre con un enfermo difícil al que se está
cuidando.
SEGUNDO,
CONVERSIÓN
Pero este amor no es complicidad con el mal, no es
excusar y olvidar como si nada hubiera ocurrido, porque sí ha ocurrido algo que
ha dañado la comunión y, aunque se quiera olvidar, permanece oculto corroyendo
la relación entre ofendido y ofensor. El perdón se ajusta a la verdad y exige
del culpable el reconocimiento de su pecado y de sus consecuencias sobre los
demás. La oferta del perdón tiende a transformar al otro y a renovarlo
interiormente; por eso, no basta con aceptarlo sin más: es también una llamada
a la conversión. Supone hacerle ver su injusticia, puesto que ha roto una
relación personal al no darle al ofendido lo que se le debe y que esta deuda
debe ser satisfecha para que se restablezca la comunión. Pero por encima de la
justicia humana, que, aunque repara la injusticia no exime al culpable de ser
injusto, el perdón que otorga Dios, hace justo al injusto. Este es el segundo
movimiento del perdón: otorgar el perdón. Es la experiencia de todo hombre que
se acerca con sinceridad al sacramento de la reconciliación. En él se dan las
condiciones necesarias para el perdón: el reconocimiento de la propia culpa, el
arrepentimiento y la acogida de la gratuidad del perdón.
TERCERO,
HUMILDAD
En el caso humano, la decisión de perdonar puede
pasar por sucesivas etapas pues, lo primero que suscita la injusticia cometida
en quien la sufre es el deseo de venganza, que es una alteración de la
justicia; el rencor, que identifica al culpable con el mal que ha cometido y
conduce al odio hacia su persona, y las falsas razones del perdón que lo
desvirtúan, como el sentirse mejores que el perdonado, o buscar la gloria y las
ventajas personales. Es lo primero que hay que superar, porque, con frecuencia,
el ofendido se cree superior al ofensor al considerarse justo mientras que el
otro es tildado de injusto. El Evangelio nos advierte contra esta equivocación,
pues “cuando vayas con tu adversario ante el juez, mientras vas de camino ponte
a buenas con él, no sea que el juez te entregue al alguacil y vayas a parar a
la cárcel y no salgas hasta pagar el último céntimo” (Mt 5,25). Porque cuando
uno lleva al adversario ante el juez, lo hace convencido de su propia inocencia
y de la culpabilidad del otro. Pero el juez le dirá: “¿Por qué miras la paja en
el ojo de tu hermano y no ves la viga que hay en el tuyo?” (Mt 7,3). Nadie es
mejor que su hermano y todos somos culpables. Quien reconoce esta verdad y ha
experimentado el perdón gratuito de Dios está en disposición de perdonar,
puesto que él mismo ha sido perdonado. Es lo que pretende enseñar la parábola
del siervo sin entrañas. Éste no pudo perdonar porque él mismo no se consideró
culpable y no acogió el perdón de su Señor (ver Mt 18,23-35).
CUARTO, PASAR
POR LA CRUZ
Si se superan estas fases, entonces el perdón se
convierte en un acto de amor que sitúa tanto al que perdona como al que es
perdonado en su verdadera dignidad personal. El perdón, como todo acto de amor,
gratuito y desinteresado, tiene también un aspecto sacrificial y supone pagar
un precio, pues el que perdona renuncia a la satisfacción que se le debe, asume
la deuda del otro, le reconoce y devuelve la dignidad y la justicia que había
perdido, y restablece la comunión. Pero tanto para quien concede el perdón coma
para el que lo recibe supone pasar por la cruz, por una muerte y una
resurrección: para el primero morir a creerse justo, reconociendo también sus
infidelidades sin juzgar; para el segundo, confesar su falta y experimentar un
nuevo renacimiento. El perdón redime y se convierte en el don perfecto, cancela
la actuación del otro, no se le imputa, por lo que deja de existir la ofensa.
No se trata de una reparación, sino de una verdadera regeneración de la persona
tal como hace Cristo, que con su cruz nos transforma de enemigos en amigos. Él
ama al pecador porque conoce su sufrimiento, aguarda su conversión y espera su
vuelta para que pueda ser restituido a su dignidad de hijo. De modo semejante,
el cristiano está llamado a amar a su enemigo porque espera su conversión y a
ser verdaderamente hermano. Por eso supone abajarse y acercarse al ofensor,
para recorrer junto con él un mutuo camino de transformación. Es la ley de la
redención, la que ha transitado Cristo, que se ha abajado hasta el hombre
pecador para hacerlo justo y devolverle su dignidad de hijo amado.
UNA NUEVA
CREACIÓN
En la dinámica del perdón se da una doble coacción
tanto para el que es perdonado como para el que perdona: pedir perdón y darlo;
darlo y recibirlo. Solamente si el perdón otorgado es recibido, alcanza al
culpable que se siente realmente perdonado, pues para que se complete la
dinámica del perdón, necesita ser aceptado por el que es perdonado. Si el
perdón supone el reconocimiento por parte del culpable de su falta, pide,
asimismo, el arrepentimiento y la voluntad de evitarlo en lo sucesivo. La prueba
de que el perdón ha alcanzado el objetivo de transformar al culpable, haciendo
de él una nueva creación, es que éste es capaz, a su vez, de perdonar y de usar
misericordia, de amar como ha sido amado.
La cuestión estriba en si es posible para el hombre
el perdonar verdaderamente y, en concreto, dentro del matrimonio, puesto que la
ofensa del cónyuge altera notablemente la relación matrimonial y pone en duda
la viabilidad de la misma. Pero cuando se unieron en matrimonio, se aceptaron
el uno al otro con todas sus debilidades y, también, con su capacidad para
ofender y traicionar, por lo que el amor conyugal ha de ser, igualmente, un
amor de misericordia, tal como lo es el amor de Dios que se dona a nosotros
contando con nuestras deficiencias, por lo que su amor es, desde el principio,
posibilidad y acto de perdón. Así pues, cuando todo parece perdido, el perdón,
y sólo él, abre el camino a una donación y acogida mucho más profunda y madura.
Claro está, que este don no se puede dar si no ha sido antes recibido, por lo
que sin la gracia y la ayuda del Espíritu Santo, es imposible perdonar; pero
justamente porque se da el perdón, se tiene la garantía de la presencia del
Espíritu.
El Espíritu es donado por el Resucitado a la
Iglesia precisamente para el perdón de los pecados: “Recibid el Espíritu Santo.
A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20,22-23). Y para
la Iglesia, conceder el perdón es un deber a fin de que no se pierda ninguno de
los pequeños; y ¿quién más pequeño que el pecador que ni siquiera tiene
justificación? Para ello se requiere la paciencia del que sabe esperar porque
no desprecia ni condena al culpable sino que le concede la posibilidad de una
conversión.
CUANDO UNO NO
QUIERE SER PERDONADO
A veces cuesta la reconciliación de la pareja
porque no es fácil olvidar y los recuerdos siempre dejan huella de lo sucedido;
pero puede ocurrir, como con el recuerdo de nuestros pecados perdonados, que
este sentimiento nos lleve a una gratitud más profunda por la misericordia
recibida y, al igual que la pecadora perdonada, mucho ama porque mucho se le ha
perdonado. De modo semejante, las culpas perdonadas de corazón en el matrimonio
pueden llevar a un amor más humilde y agradecido.
El perdón del cónyuge que ha sido abandonado tiene
por objeto la reconstrucción de la comunión, pero queda en suspenso a la espera
de una acogida por parte del otro, respuesta que puede no llegar; en tal caso
la soledad del cónyuge abandonado no es un fin en sí misma ni la afirmación
orgullosa del que se cree moralmente superior al otro: se trata de una espera
suplicante y llena de esperanza de una respuesta del otro y, como dice un autor
antiguo: “Es en vista del arrepentimiento por lo que el hombre no debe casarse
de nuevo. Si se os pide que permanezcáis libres con vosotros mismos, es porque
en tal caso la penitencia siempre es posible”. Porque si el principal deber del
cónyuge es hacer feliz al otro, el mayor bien que le puede ofrecer es ayudarle
a encontrarse con Cristo. Por eso espera y no se vuelve a casar buscando la
conversión del otro, dejándole expedito el camino del retorno; si se casara, el
otro a su vez se sentiría justificado y no llamado a conversión, con lo que su
pérdida podría ser irremediable. De este modo está poniendo en práctica los
votos que prometió en su matrimonio de amar en toda circunstancia y para
siempre. Pero ¿cómo se puede amar para siempre a una persona que, por su propia
naturaleza es cambiante? Solamente si se ama lo que es eterno en el otro; y en
el otro, lo eterno es la llamada que tiene a la comunión con Dios y que pide
respuesta. Esto es amar: querer el bien del otro, su destino último y dedicar
la propia vida para que se cumpla. Por eso se puede ser capaz de perdonar y de
introducir la novedad de Dios en la fragilidad del amor humano. No es banalizar
la ofensa, sino que, precisamente porque es asumida con dolor, es capaz de
regenerar y de construir una comunión de personas.
[1]
Revista electrónica Buena Nueva. Publicado 11:48 am, 5 junio, 2012. Recuperado
de: http://www.buenanueva.es/el-perdon-en-el-matrimonio/
amar es querer el bien del otro, hasta el final, esa es la demostracion mas sublime de un acto de perdon, perdonar setenta veces siete.
ResponderBorraramar es perdonar creer confiar esta es la reconstruccion de la union y de la comunion con Dios ciertas ofensas en nuestro matrimonio afectan notablemente la relacion pero siempre es posible redimir estos acontecimientos con el perdon siendo leales a la palabra de Dios asi debemos practicar el arrepentimiento y el perdon ante todo
ResponderBorrarEl perdón siempre nos acompañará en nuestra vida de pareja y de nosotros depende manejar el tema con misericordia,conversión, humildad,pasar por la cruz, creación y perdón para seguir y construir nuestro camino juntos como lo prometimos en el matrimonio.
ResponderBorrarEl amor es saber perdonar, es perdonar con humildad, es querer sinceramente el bien de la otra persona, el perdón es una demostración de amor, el amor es misericordioso y se hace las veces que sean necesarias
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