Nuestro amor
cotidiano[1]
90. En el así llamado himno de la caridad escrito
por san Pablo, vemos algunas características del amor verdadero:
«El amor es paciente,
es servicial;
el amor no tiene envidia,
no hace alarde,
no es arrogante,
no obra con dureza,
no busca su propio interés,
no se irrita,
no lleva cuentas del mal,
no se alegra de la injusticia,
sino que goza con la verdad.
Todo lo disculpa,
todo lo cree,
todo lo espera,
todo lo soporta» (1 Co 13,4-7).
Esto se vive y se cultiva en medio de la vida que
comparten todos los días los esposos, entre sí y con sus hijos. Por eso es
valioso detenerse a precisar el sentido de las expresiones de este texto, para
intentar una aplicación a la existencia concreta de cada familia.
Paciencia
91. La primera expresión utilizada es makrothymei.
La traducción no es simplemente que «todo lo soporta», porque esa idea está
expresada al final del v. 7. El sentido se toma de la traducción griega del
Antiguo Testamento, donde dice que Dios es «lento a la ira» (Ex 34,6; Nm
14,18). Se muestra cuando la persona no se deja llevar por los impulsos y evita
agredir. Es una cualidad del Dios de la Alianza que convoca a su imitación
también dentro de la vida familiar. Los textos en los que Pablo usa este término
se deben leer con el trasfondo del Libro de la Sabiduría (cf. 11,23;
12,2.15-18); al mismo tiempo que se alaba la moderación de Dios para dar
espacio al arrepentimiento, se insiste en su poder que se manifiesta cuando
actúa con misericordia. La paciencia de Dios es ejercicio de la misericordia
con el pecador y manifiesta el verdadero poder.
92. Tener paciencia no es dejar que nos maltraten
continuamente, o tolerar agresiones físicas, o permitir que nos traten como
objetos. El problema es cuando exigimos que las relaciones sean celestiales o
que las personas sean perfectas, o cuando nos colocamos en el centro y
esperamos que sólo se cumpla la propia voluntad. Entonces todo nos impacienta,
todo nos lleva a reaccionar con agresividad. Si no cultivamos la paciencia,
siempre tendremos excusas para responder con ira, y finalmente nos
convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de
postergar los impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla. Por eso,
la Palabra de Dios nos exhorta: «Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los
enfados e insultos y toda la maldad» (Ef 4,31). Esta paciencia se afianza
cuando reconozco que el otro también tiene derecho a vivir en esta tierra junto
a mí, así como es. No importa si es un estorbo para mí, si altera mis planes,
si me molesta con su modo de ser o con sus ideas, si no es todo lo que yo
esperaba. El amor tiene siempre un sentido de profunda compasión que lleva a
aceptar al otro como parte de este mundo, también cuando actúa de un modo diferente
a lo que yo desearía.
Actitud de
servicio
93. Sigue la palabra jrestéuetai, que es única en
toda la Biblia, derivada de jrestós (persona buena, que muestra su bondad en
sus obras). Pero, por el lugar en que está, en estricto paralelismo con el verbo
precedente, es un complemento suyo. Así, Pablo quiere aclarar que la
«paciencia» nombrada en primer lugar no es una postura totalmente pasiva, sino
que está acompañada por una actividad, por una reacción dinámica y creativa
ante los demás. Indica que el amor beneficia y promueve a los demás. Por eso se
traduce como «servicial».
94. En todo el texto se ve que Pablo quiere
insistir en que el amor no es sólo un sentimiento, sino que se debe entender en
el sentido que tiene el verbo «amar» en hebreo: es «hacer el bien». Como decía
san Ignacio de Loyola, «el amor se debe poner más en las obras que en las
palabras»[106]. Así puede mostrar toda su fecundidad, y nos permite
experimentar la felicidad de dar, la nobleza y la grandeza de donarse
sobreabundantemente, sin medir, sin reclamar pagos, por el solo gusto de dar y
de servir.
Sanando la
envidia
95. Luego se rechaza como contraria al amor una
actitud expresada como zeloi (celos, envidia). Significa que en el amor no hay
lugar para sentir malestar por el bien de otro (cf. Hch 7,9; 17,5). La envidia
es una tristeza por el bien ajeno, que muestra que no nos interesa la felicidad
de los demás, ya que estamos exclusivamente concentrados en el propio
bienestar. Mientras el amor nos hace salir de nosotros mismos, la envidia nos
lleva a centrarnos en el propio yo. El verdadero amor valora los logros ajenos,
no los siente como una amenaza, y se libera del sabor amargo de la envidia.
Acepta que cada uno tiene dones diferentes y distintos caminos en la vida.
Entonces, procura descubrir su propio camino para ser feliz, dejando que los
demás encuentren el suyo.
96. En definitiva, se trata de cumplir aquello que
pedían los dos últimos mandamientos de la Ley de Dios: «No codiciarás los
bienes de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni
su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él» (Ex 20,17). El amor
nos lleva a una sentida valoración de cada ser humano, reconociendo su derecho
a la felicidad. Amo a esa persona, la miro con la mirada de Dios Padre, que nos
regala todo «para que lo disfrutemos» (1 Tm 6,17), y entonces acepto en mi
interior que pueda disfrutar de un buen momento. Esta misma raíz del amor, en
todo caso, es lo que me lleva a rechazar la injusticia de que algunos tengan
demasiado y otros no tengan nada, o lo que me mueve a buscar que también los
descartables de la sociedad puedan vivir un poco de alegría. Pero eso no es
envidia, sino deseos de equidad.
Sin hacer
alarde ni agrandarse
97. Sigue el término perpereuotai, que indica la
vanagloria, el ansia de mostrarse como superior para impresionar a otros con
una actitud pedante y algo agresiva. Quien ama, no sólo evita hablar demasiado
de sí mismo, sino que además, porque está centrado en los demás, sabe ubicarse
en su lugar sin pretender ser el centro. La palabra siguiente —physioutai— es
muy semejante, porque indica que el amor no es arrogante. Literalmente expresa
que no se «agranda» ante los demás, e indica algo más sutil. No es sólo una
obsesión por mostrar las propias cualidades, sino que además se pierde el
sentido de la realidad. Se considera más grande de lo que es, porque se cree
más «espiritual» o «sabio». Pablo usa este verbo otras veces, por ejemplo para
decir que «la ciencia hincha, el amor en cambio edifica» (1 Co 8,1). Es decir,
algunos se creen grandes porque saben más que los demás, y se dedican a
exigirles y a controlarlos, cuando en realidad lo que nos hace grandes es el
amor que comprende, cuida, protege al débil. En otro versículo también lo
aplica para criticar a los que se «agrandan» (cf. 1 Co 4,18), pero en realidad
tienen más palabrería que verdadero «poder» del Espíritu (cf. 1 Co 4,19).
98. Es importante que los cristianos vivan esto en
su modo de tratar a los familiares poco formados en la fe, frágiles o menos
firmes en sus convicciones. A veces ocurre lo contrario: los supuestamente más
adelantados dentro de su familia, se vuelven arrogantes e insoportables. La
actitud de humildad aparece aquí como algo que es parte del amor, porque para
poder comprender, disculpar o servir a los demás de corazón, es indispensable
sanar el orgullo y cultivar la humildad. Jesús recordaba a sus discípulos que
en el mundo del poder cada uno trata de dominar a otro, y por eso les dice: «No
ha de ser así entre vosotros» (Mt 20,26). La lógica del amor cristiano no es la
de quien se siente más que otros y necesita hacerles sentir su poder, sino que
«el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro servidor» (Mt
20,27). En la vida familiar no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre
otros, o la competición para ver quién es más inteligente o poderoso, porque
esa lógica acaba con el amor. También para la familia es este consejo: «Tened
sentimientos de humildad unos con otros, porque Dios resiste a los soberbios,
pero da su gracia a los humildes» (1 P 5,5).
Amabilidad
99. Amar también es volverse amable, y allí toma
sentido la palabra asjemonéi. Quiere indicar que el amor no obra con rudeza, no
actúa de modo descortés, no es duro en el trato. Sus modos, sus palabras, sus
gestos, son agradables y no ásperos ni rígidos. Detesta hacer sufrir a los
demás. La cortesía «es una escuela de sensibilidad y desinterés», que exige a
la persona «cultivar su mente y sus sentidos, aprender a sentir, hablar y, en
ciertos momentos, a callar»[107]. Ser amable no es un estilo que un cristiano
puede elegir o rechazar. Como parte de las exigencias irrenunciables del amor,
«todo ser humano está obligado a ser afable con los que lo rodean»[108]. Cada
día, «entrar en la vida del otro, incluso cuando forma parte de nuestra vida,
pide la delicadeza de una actitud no invasora, que renueve la confianza y el
respeto [...] El amor, cuando es más íntimo y profundo, tanto más exige el
respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta de
su corazón»[109].
100. Para disponerse a un verdadero encuentro con
el otro, se requiere una mirada amable puesta en él. Esto no es posible cuando
reina un pesimismo que destaca defectos y errores ajenos, quizás para compensar
los propios complejos. Una mirada amable permite que no nos detengamos tanto en
sus límites, y así podamos tolerarlo y unirnos en un proyecto común, aunque
seamos diferentes. El amor amable genera vínculos, cultiva lazos, crea nuevas
redes de integración, construye una trama social firme. Así se protege a sí
mismo, ya que sin sentido de pertenencia no se puede sostener una entrega por
los demás, cada uno termina buscando sólo su conveniencia y la convivencia se
torna imposible. Una persona antisocial cree que los demás existen para
satisfacer sus necesidades, y que cuando lo hacen sólo cumplen con su deber.
Por lo tanto, no hay lugar para la amabilidad del amor y su lenguaje. El que
ama es capaz de decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen, que
consuelan, que estimulan. Veamos, por ejemplo, algunas palabras que decía Jesús
a las personas: «¡Ánimo hijo!» (Mt 9,2). «¡Qué grande es tu fe!» (Mt 15,28).
«¡Levántate!» (Mc 5,41). «Vete en paz» (Lc 7,50). «No tengáis miedo» (Mt
14,27). No son palabras que humillan, que entristecen, que irritan, que
desprecian. En la familia hay que aprender este lenguaje amable de Jesús.
Desprendimiento
101. Hemos dicho muchas veces que para amar a los
demás primero hay que amarse a sí mismo. Sin embargo, este himno al amor afirma
que el amor «no busca su propio interés», o «no busca lo que es de él». También
se usa esta expresión en otro texto: «No os encerréis en vuestros intereses,
sino buscad todos el interés de los demás» (Flp 2,4). Ante una afirmación tan
clara de las Escrituras, hay que evitar darle prioridad al amor a sí mismo como
si fuera más noble que el don de sí a los demás. Una cierta prioridad del amor
a sí mismo sólo puede entenderse como una condición psicológica, en cuanto
quien es incapaz de amarse a sí mismo encuentra dificultades para amar a los
demás: «El que es tacaño consigo mismo, ¿con quién será generoso? [...] Nadie
peor que el avaro consigo mismo» (Si 14,5-6).
102. Pero el mismo santo Tomás de Aquino ha
explicado que «pertenece más a la caridad querer amar que querer ser
amado»[110] y que, de hecho, «las madres, que son las que más aman, buscan más
amar que ser amadas»[111]. Por eso, el amor puede ir más allá de la justicia y
desbordarse gratis, «sin esperar nada a cambio» (Lc 6,35), hasta llegar al amor
más grande, que es «dar la vida» por los demás (Jn 15,13). ¿Todavía es posible
este desprendimiento que permite dar gratis y dar hasta el fin? Seguramente es
posible, porque es lo que pide el Evangelio: «Lo que habéis recibido gratis,
dadlo gratis» (Mt 10,8).
Sin violencia
interior
103. Si la primera expresión del himno nos invitaba
a la paciencia que evita reaccionar bruscamente ante las debilidades o errores
de los demás, ahora aparece otra palabra —paroxýnetai—, que se refiere a una
reacción interior de indignación provocada por algo externo. Se trata de una
violencia interna, de una irritación no manifiesta que nos coloca a la
defensiva ante los otros, como si fueran enemigos molestos que hay que evitar.
Alimentar esa agresividad íntima no sirve para nada. Sólo nos enferma y termina
aislándonos. La indignación es sana cuando nos lleva a reaccionar ante una
grave injusticia, pero es dañina cuando tiende a impregnar todas nuestras
actitudes ante los otros.
104. El Evangelio invita más bien a mirar la viga
en el propio ojo (cf. Mt 7,5), y los cristianos no podemos ignorar la constante
invitación de la Palabra de Dios a no alimentar la ira: «No te dejes vencer por
el mal» (Rm 12,21). «No nos cansemos de hacer el bien» (Ga 6,9). Una cosa es
sentir la fuerza de la agresividad que brota y otra es consentirla, dejar que
se convierta en una actitud permanente: «Si os indignáis, no llegareis a pecar;
que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo» (Ef 4,26). Por ello,
nunca hay que terminar el día sin hacer las paces en la familia. Y, «¿cómo debo
hacer las paces? ¿Ponerme de rodillas? ¡No! Sólo un pequeño gesto, algo
pequeño, y vuelve la armonía familiar. Basta una caricia, sin palabras. Pero
nunca terminar el día en familia sin hacer las paces»[112]. La reacción
interior ante una molestia que nos causen los demás debería ser ante todo
bendecir en el corazón, desear el bien del otro, pedir a Dios que lo libere y
lo sane: «Responded con una bendición, porque para esto habéis sido llamados:
para heredar una bendición» (1 P 3,9). Si tenemos que luchar contra un mal,
hagámoslo, pero siempre digamos «no» a la violencia interior.
Perdón
105. Si permitimos que un mal sentimiento penetre
en nuestras entrañas, dejamos lugar a ese rencor que se añeja en el corazón. La
frase logízetai to kakón significa «toma en cuenta el mal», «lo lleva anotado»,
es decir, es rencoroso. Lo contrario es el perdón, un perdón que se fundamenta
en una actitud positiva, que intenta comprender la debilidad ajena y trata de
buscarle excusas a la otra persona, como Jesús cuando dijo: «Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Pero la tendencia suele ser la de
buscar más y más culpas, la de imaginar más y más maldad, la de suponer todo
tipo de malas intenciones, y así el rencor va creciendo y se arraiga. De ese
modo, cualquier error o caída del cónyuge puede dañar el vínculo amoroso y la
estabilidad familiar. El problema es que a veces se le da a todo la misma
gravedad, con el riesgo de volverse crueles ante cualquier error ajeno. La
justa reivindicación de los propios derechos, se convierte en una persistente y
constante sed de venganza más que en una sana defensa de la propia dignidad.
106. Cuando hemos sido ofendidos o desilusionados,
el perdón es posible y deseable, pero nadie dice que sea fácil. La verdad es
que «la comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran
espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa disponibilidad
de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la
reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las
tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la
propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida
familiar»[113].
107. Hoy sabemos que para poder perdonar
necesitamos pasar por la experiencia liberadora de comprendernos y perdonarnos
a nosotros mismos. Tantas veces nuestros errores, o la mirada crítica de las
personas que amamos, nos han llevado a perder el cariño hacia nosotros mismos.
Eso hace que terminemos guardándonos de los otros, escapando del afecto,
llenándonos de temores en las relaciones interpersonales. Entonces, poder
culpar a otros se convierte en un falso alivio. Hace falta orar con la propia
historia, aceptarse a sí mismo, saber convivir con las propias limitaciones, e
incluso perdonarse, para poder tener esa misma actitud con los demás.
108. Pero esto supone la experiencia de ser
perdonados por Dios, justificados gratuitamente y no por nuestros méritos.
Fuimos alcanzados por un amor previo a toda obra nuestra, que siempre da una
nueva oportunidad, promueve y estimula. Si aceptamos que el amor de Dios es
incondicional, que el cariño del Padre no se debe comprar ni pagar, entonces
podremos amar más allá de todo, perdonar a los demás aun cuando hayan sido
injustos con nosotros. De otro modo, nuestra vida en familia dejará de ser un
lugar de comprensión, acompañamiento y estímulo, y será un espacio de
permanente tensión o de mutuo castigo.
Alegrarse con
los demás
109. La expresión jairei epi te adikía indica algo
negativo afincado en el secreto del corazón de la persona. Es la actitud
venenosa del que se alegra cuando ve que se le hace injusticia a alguien. La
frase se complementa con la siguiente, que lo dice de modo positivo: sygjairei
te alétheia: se regocija con la verdad. Es decir, se alegra con el bien del
otro, cuando se reconoce su dignidad, cuando se valoran sus capacidades y sus
buenas obras. Eso es imposible para quien necesita estar siempre comparándose o
compitiendo, incluso con el propio cónyuge, hasta el punto de alegrarse
secretamente por sus fracasos.
110. Cuando una persona que ama puede hacer un bien
a otro, o cuando ve que al otro le va bien en la vida, lo vive con alegría, y
de ese modo da gloria a Dios, porque «Dios ama al que da con alegría» (2 Co
9,7). Nuestro Señor aprecia de manera especial a quien se alegra con la
felicidad del otro. Si no alimentamos nuestra capacidad de gozar con el bien
del otro y, sobre todo, nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos
condenamos a vivir con poca alegría, ya que como ha dicho Jesús «hay más
felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35). La familia debe ser siempre el
lugar donde alguien, que logra algo bueno en la vida, sabe que allí lo van a
celebrar con él.
Disculpa todo
111. El elenco se completa con cuatro expresiones
que hablan de una totalidad: «todo». Disculpa todo, cree todo, espera todo,
soporta todo. De este modo, se remarca con fuerza el dinamismo contracultural
del amor, capaz de hacerle frente a cualquier cosa que pueda amenazarlo.
112. En primer lugar se dice que todo lo disculpa
panta stegei. Se diferencia de «no tiene en cuenta el mal», porque este término
tiene que ver con el uso de la lengua; puede significar «guardar silencio»
sobre lo malo que puede haber en otra persona. Implica limitar el juicio,
contener la inclinación a lanzar una condena dura e implacable: «No condenéis y
no seréis condenados» (Lc 6,37). Aunque vaya en contra de nuestro habitual uso
de la lengua, la Palabra de Dios nos pide: «No habléis mal unos de otros,
hermanos» (St 4,11). Detenerse a dañar la imagen del otro es un modo de
reforzar la propia, de descargar los rencores y envidias sin importar el daño
que causemos. Muchas veces se olvida de que la difamación puede ser un gran
pecado, una seria ofensa a Dios, cuando afecta gravemente la buena fama de los
demás, ocasionándoles daños muy difíciles de reparar. Por eso, la Palabra de
Dios es tan dura con la lengua, diciendo que «es un mundo de iniquidad» que
«contamina a toda la persona» (St 3,6), como un «mal incansable cargado de
veneno mortal» (St 3,8). Si «con ella maldecimos a los hombres, creados a
semejanza de Dios» (St 3,9), el amor cuida la imagen de los demás, con una
delicadeza que lleva a preservar incluso la buena fama de los enemigos. En la
defensa de la ley divina nunca debemos olvidarnos de esta exigencia del amor.
113. Los esposos que se aman y se pertenecen,
hablan bien el uno del otro, intentan mostrar el lado bueno del cónyuge más
allá de sus debilidades y errores. En todo caso, guardan silencio para no dañar
su imagen. Pero no es sólo un gesto externo, sino que brota de una actitud
interna. Tampoco es la ingenuidad de quien pretende no ver las dificultades y
los puntos débiles del otro, sino la amplitud de miras de quien coloca esas
debilidades y errores en su contexto. Recuerda que esos defectos son sólo una
parte, no son la totalidad del ser del otro. Un hecho desagradable en la
relación no es la totalidad de esa relación. Entonces, se puede aceptar con
sencillez que todos somos una compleja combinación de luces y de sombras. El
otro no es sólo eso que a mí me molesta. Es mucho más que eso. Por la misma
razón, no le exijo que su amor sea perfecto para valorarlo. Me ama como es y
como puede, con sus límites, pero que su amor sea imperfecto no significa que
sea falso o que no sea real. Es real, pero limitado y terreno. Por eso, si le
exijo demasiado, me lo hará saber de alguna manera, ya que no podrá ni aceptará
jugar el papel de un ser divino ni estar al servicio de todas mis necesidades.
El amor convive con la imperfección, la disculpa, y sabe guardar silencio ante
los límites del ser amado.
Confía
114. Panta pisteuei, «todo lo cree», por el
contexto, no se debe entender «fe» en el sentido teológico, sino en el sentido
corriente de «confianza». No se trata sólo de no sospechar que el otro esté
mintiendo o engañando. Esa confianza básica reconoce la luz encendida por Dios,
que se esconde detrás de la oscuridad, o la brasa que todavía arde debajo de
las cenizas.
115. Esta misma confianza hace posible una relación
de libertad. No es necesario controlar al otro, seguir minuciosamente sus
pasos, para evitar que escape de nuestros brazos. El amor confía, deja en
libertad, renuncia a controlarlo todo, a poseer, a dominar. Esa libertad, que
hace posible espacios de autonomía, apertura al mundo y nuevas experiencias,
permite que la relación se enriquezca y no se convierta en un círculo cerrado
sin horizontes. Así, los cónyuges, al reencontrarse, pueden vivir la alegría de
compartir lo que han recibido y aprendido fuera del círculo familiar. Al mismo
tiempo, hace posible la sinceridad y la transparencia, porque cuando uno sabe
que los demás confían en él y valoran la bondad básica de su ser, entonces sí
se muestra tal cual es, sin ocultamientos. Alguien que sabe que siempre
sospechan de él, que lo juzgan sin compasión, que no lo aman de manera
incondicional, preferirá guardar sus secretos, esconder sus caídas y
debilidades, fingir lo que no es. En cambio, una familia donde reina una básica
y cariñosa confianza, y donde siempre se vuelve a confiar a pesar de todo,
permite que brote la verdadera identidad de sus miembros, y hace que
espontáneamente se rechacen el engaño, la falsedad o la mentira.
Espera
116. Panta elpízei: no desespera del futuro.
Conectado con la palabra anterior, indica la espera de quien sabe que el otro
puede cambiar. Siempre espera que sea posible una maduración, un sorpresivo
brote de belleza, que las potencialidades más ocultas de su ser germinen algún
día. No significa que todo vaya a cambiar en esta vida. Implica aceptar que
algunas cosas no sucedan como uno desea, sino que quizás Dios escriba derecho
con las líneas torcidas de una persona y saque algún bien de los males que ella
no logre superar en esta tierra.
117. Aquí se hace presente la esperanza en todo su
sentido, porque incluye la certeza de una vida más allá de la muerte. Esa
persona, con todas sus debilidades, está llamada a la plenitud del cielo. Allí,
completamente transformada por la resurrección de Cristo, ya no existirán sus
fragilidades, sus oscuridades ni sus patologías. Allí el verdadero ser de esa
persona brillará con toda su potencia de bien y de hermosura. Eso también nos
permite, en medio de las molestias de esta tierra, contemplar a esa persona con
una mirada sobrenatural, a la luz de la esperanza, y esperar esa plenitud que
un día recibirá en el Reino celestial, aunque ahora no sea visible.
Soporta todo
118. Panta hypoménei significa que sobrelleva con
espíritu positivo todas las contrariedades. Es mantenerse firme en medio de un
ambiente hostil. No consiste sólo en tolerar algunas cosas molestas, sino en
algo más amplio: una resistencia dinámica y constante, capaz de superar
cualquier desafío. Es amor a pesar de todo, aun cuando todo el contexto invite
a otra cosa. Manifiesta una cuota de heroísmo tozudo, de potencia en contra de
toda corriente negativa, una opción por el bien que nada puede derribar. Esto
me recuerda aquellas palabras de Martin Luther King, cuando volvía a optar por
el amor fraterno aun en medio de las peores persecuciones y humillaciones: «La
persona que más te odia, tiene algo bueno en él; incluso la nación que más
odia, tiene algo bueno en ella; incluso la raza que más odia, tiene algo bueno
en ella. Y cuando llegas al punto en que miras el rostro de cada hombre y ves
muy dentro de él lo que la religión llama la “imagen de Dios”, comienzas a
amarlo “a pesar de”. No importa lo que haga, ves la imagen de Dios allí. Hay un
elemento de bondad del que nunca puedes deshacerte [...] Otra manera para amar
a tu enemigo es esta: cuando se presenta la oportunidad para que derrotes a tu
enemigo, ese es el momento en que debes decidir no hacerlo [...] Cuando te
elevas al nivel del amor, de su gran belleza y poder, lo único que buscas derrotar
es los sistemas malignos. A las personas atrapadas en ese sistema, las amas,
pero tratas de derrotar ese sistema [...] Odio por odio sólo intensifica la
existencia del odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y tú me golpeas,
y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es evidente
que se llega hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún lugar,
alguien debe tener un poco de sentido, y esa es la persona fuerte. La persona
fuerte es la persona que puede romper la cadena del odio, la cadena del mal
[...] Alguien debe tener suficiente religión y moral para cortarla e inyectar
dentro de la propia estructura del universo ese elemento fuerte y poderoso del
amor»[114].
119. En la vida familiar hace falta cultivar esa fuerza
del amor, que permite luchar contra el mal que la amenaza. El amor no se deja
dominar por el rencor, el desprecio hacia las personas, el deseo de lastimar o
de cobrarse algo. El ideal cristiano, y de modo particular en la familia, es
amor a pesar de todo. A veces me admira, por ejemplo, la actitud de personas
que han debido separarse de su cónyuge para protegerse de la violencia física
y, sin embargo, por la caridad conyugal que sabe ir más allá de los
sentimientos, han sido capaces de procurar su bien, aunque sea a través de
otros, en momentos de enfermedad, de sufrimiento o de dificultad. Eso también
es amor a pesar de todo.
[1]
Exhortación Apostólica Amoris Laetitia, sobre el amor en familia, del Papa
Francisco, Capítulo 4
El verdadero amor en el matrimonio implica paciencia, servicio, no sentir envidia ni buscar el propio interés. Es amable, no hace alarde y no es arrogante. Se alegra con la verdad y perdona las faltas del otro. Este amor es confiado, espera un cambio positivo y es resistente en medio de las dificultades. En resumen, el amor en el matrimonio es un compromiso inquebrantable y una bendición que se celebra incluso en medio de los desafíos."
ResponderBorrarEste extracto resalta la importancia de la paciencia, el servicio, la comprensión y la tolerancia en el matrimonio, así como la importancia de mantener una actitud positiva y confiada a pesar de las dificultades.
el amor todo lo puede hago este comentario por experiencia y vivencia propia ya que es posible que uno se canse de muchas cosas que a travez del tiempo cansan pero es mas posible aun revivir cada vez que podemos el amor por el otro
ResponderBorrarEl amor en el matrimonio es comprensión, respeto, honestidad,sinceridad, lealtad, fidelidad y lo mas importante poner en práctica la palabra y las enseñanzas que el señor nos ha compartido para mejorar en nuestra relación de pareja así sabremos valorar la persona que escogimos para compartir el resto de nuestra vida.
ResponderBorrarEl auténtico amor en el matrimonio se manifiesta a través de la paciencia, la lealtad y el respeto. Es un amor auténtico que se expresa con amabilidad, sin vanidad ni orgullo. Se regocija en la verdad y está dispuesto a perdonar cada vez que sea necesario. El amor implica una conexión profunda, el deseo de bienestar para con tú pareja, y un compromiso emocional.
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